En casi todas las culturas indígenas existe un modelo del mundo en el cual la energía se mueve entre diversos niveles. En ellas es una obligación ayudar a que siga fluyendo, así en muchos casos esos otros “mundos” no sean accesibles a nuestros sentidos, y deban ser soñados o conectados a través de prácticas espirituales o chamánicas. La conexión entre todas las cosas debe ser mediada, y allí donde hay acumulación, hay que trabajar para desatar los nudos, que de otra manera producirán enfermedad.
Asociada a esta visión de movimiento perpetuo de la energía, un principio ecológico y económico fundamental, está la del pagamento; es decir la necesidad de actuar con un principio de reciprocidad, y siempre dar algo a cambio de lo que se obtiene, sea algo material o un servicio. Muchos pueblos del mundo poseen reglas y procedimientos estrictos para ello, desde peregrinaciones agradecidas a lugares sagrados, hasta rituales personales, a menudo mediados por elementos simbólicos como la hoja de coca. El pagamento, sin embargo, no es solo simbólico: implica siempre trabajo, bien sea cultivando una planta o bien sea dedicándole tiempo a su procesamiento hasta tener “mambe”, por ejemplo, el más grato e importante producto de varios pueblos del medio Caquetá.
Cuando en el sistema se produce acumulación, inmediatamente llega enfermedad: las cosas se pudren, como en la selva. En una economía monetizada ocurren muchas cosas similares, como lo han demostrado las crisis bancarias recurrentes, y el énfasis en la regulación del flujo de capitales y las tasas de interés como estrategia de gestión de recursos. Lo curioso es que ese énfasis en la movilidad económica tienda a olvidar que debe hacerse pagamento: todo el bienestar de la humanidad depende de mantener el flujo de energía en la naturaleza, razón por la cual la palabra economía es casi equivalente a la de ecología.
Ninguna sociedad puede sobrevivir sin dar algo a cambio de los beneficios que disfruta del funcionamiento, complejo, de los ecosistemas. Podría pensarse que los esfuerzos de inversión ambiental equivalen a ello: los sistemas de áreas protegidas, la reforestación y restauración de ambientes deteriorados, el mantenimiento del sistema de gestión ambiental nacional. Es difícil saber si los países o las sociedades están haciendo un pagamento adecuado, pero todo tiende a señalar que no. No solamente estamos gravemente enfermos, sino que nuestra disposición a la reciprocidad con la naturaleza es cada vez menor y pareciera que tiene poco sentido para la mayoría de personas, enfrascadas en la lucha cotidiana por garantizar su “base”, término de las economías campesinas lamentablemente apropiado por las mafiosas.
Los sistemas de pago por servicios ambientales representan una oportunidad de transferir recursos monetarios de manera ágil hacia porciones del territorio o procesos ecológicos que requieren una compensación para paliar el deterioro acumulado o potencial. Se trata de mecanismos a disposición del Estado que deben complementar otros instrumentos de comando y control, y que nunca deben constituir mercados: una cosa es invertir recursos de capital para la restauración de los páramos y delegar la responsabilidad de su administración en expertos locales, por ejemplo, otra cosa poner a competir a los habitantes de los páramos entre sí para “vender” un servicio que, como la regulación de agua, es básico y constituye un derecho humano fundamental.
Existe una gran confusión y ligereza en la discusión de los esquemas de pago por servicios ambientales o ecosistémicos, en la de sus fuentes de financiación y su relación con obligaciones constitucionales como la responsabilidad ecológica de la propiedad, y con las políticas fiscales. Es obvio que si no se cobran impuestos justos a sectores como la gran minería, la carga del pagamento recae en el resto de la sociedad y esa asimetría solo puede traducirse en más enfermedad.
Tomado de la República: http://www.larepublica.co/