Una de las historias más hermosas en la Amazonía, con muchas variantes, relata el origen de todas las frutas a partir de un árbol pródigo, sembrado al principio de los tiempos como regalo para alimentar a los humanos. El árbol, sin embargo, creció tanto que tuvo que ser derribado, ya que la comida comenzó a quedar fuera del alcance de las personas. En la labor contribuyeron todos los animales de la selva, enumerados y descritos uno a uno (si el relator es bueno), hasta que un pájaro carpintero lo logró. Con su caída se creó el Gran Río, convertido en anaconda y de cada rama se hizo un afluente, también serpiente, y se distribuyeron las frutas por toda la cuenca, señalando derechos y territorio para los distintos pueblos, que recuerdan en sus fiestas el evento y en cada baile de cosecha conmemoran los hitos del calendario ecológico de su tradición.
El árbol de navidad occidental (que muchos acabamos de subir al zarzo) tiene un significado similar, pues recuerda, a los pueblos de las regiones temperadas del norte, cómo el solsticio de invierno marca el inicio del ascenso del sol en el horizonte, trayendo con él la primavera, el reverdecer del mundo y la promesa de frutos de abundancia que representamos con regalos auspiciadores, bolitas de cristal y luces, herencia colonial en Colombia que se combina con la representación cristiana popular del nacimiento en un pesebre.
El crecimiento de los árboles y de todas las plantas, acuáticas o terrestres, es a su vez, en ecología, el núcleo de la cadena alimenticia de la cual dependen todos los procesos vitales en el mundo y, por supuesto, la prosperidad de los pueblos. Que hoy usemos petróleo o el carbón, sólo significa que estamos cosechando la vida del pasado geológico, pues nada hay que no provenga del sol y la evolución del planeta: la fotosíntesis acumulada o actual pueden ser consideradas el principio del “capital natural”, como algunos le llaman para incluir la productividad espontánea o natural en las ecuaciones de la economía, pero que para otros es más un don o regalo que debe ser valorado en esos términos y no como fundamento de modelos de mercado. La noción de pagamento centrada en la espiritualidad defiende esa visión contra la banalización comercial, una simplificación muy pobre y peligrosa de uno de los hechos más significativos de las relaciones sociedad-naturaleza, porque en ello nos jugamos la continuidad de la vida, ni más ni menos. Creyentes y no creyentes nos encontramos tranquilos en estos términos, y reclamamos de las instituciones su compromiso para poner por encima de cualquier interés de corto plazo esa persistencia de la vida, nuestra y de todas las especies de plantas, animales y microorganismos del mundo, pues de su renovación permanente dependemos.
Sabemos que esta capacidad de renovación se encuentra gravemente amenazada por las emisiones de gases, la sobreexplotación, la contaminación y las transformaciones destructivas de la tierra y por ello hablamos de insostenibilidad: el mantenimiento a perpetuidad de ecosistemas saludables y funcionales (nada que ver con áreas protegidas), que soportan nuestras sociedades y les proveen bienestar y prosperidad, trabajo, seguridad alimentaria, alegría y sentido de pertenencia, entre otras muchas cosas, no está garantizado. Por estos motivos las Naciones Unidas y todos los organismos multilaterales, la banca internacional, las grandes ONG y la academia están discutiendo a fondo la propuesta hecha en la Cumbre de Río+20 por el Presidente Santos, promoviendo unos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) como parte de la agenda mundial, de los que he hablado un par de veces en este espacio. En esa discusión, para muchos, la biodiversidad es la mejor opción para la lucha contra la pobreza y el hambre, así como para superar los retos que nuestro éxito evolutivo han convertido en amenazas. Para ello debemos entender cómo la funcionalidad ecológica se enlaza con todos los procesos productivos y cuáles son sus aportes actuales y potenciales al desarrollo de una nueva agricultura, un nuevo modelo de comercio y un modelo de gestión de riesgos, incluyentes y equitativos. De no ser así, habría que seguir entendiendo el desarrollo como el resultado de poner gente a abrir huecos mientras el resto se dedica a llenarlos.
Tal como nos pasó con el árbol amazónico, corremos el riesgo de perder de vista las cosas fundamentales de las que dependemos si promovemos el crecimiento indefinido como metáfora del desarrollo. Y como están las cosas, necesitamos de todas las ayudas que podamos disponer, no para derribarlo, pero sí para mantenerlo podado, frondoso y garantizar que sus frutos estén al alcance de todos, año tras año, ciclo vital tras ciclo vital.
¡Felicidad en la renovación, a celebrar con baile de chontaduro!
Brigitte Baptiste
Tomado de http://www.larepublica.co/